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jueves, 5 de agosto de 2010

Diario del centinela, capítulo XIX: Henchidas de viento.



Este año no me doy reposo en mi tiempo de reposo. Los días de asueto que tengo asignados los destino a otro cometido más importante que mis labores de centinela, mi formación como oficial o esta agradable manía de manuscribir mis vivencias.

Me he embarcado en una misión a ultramar, a proveer de armas y suministros a los nuestros de allende los mares. La misión es lo de menos, una mira excusa para mis alocadas intenciones. El objetivo real es llevar a mi cuerpo y mi mente allá donde, desde hace meses, residen mi corazón y mi alma, al lado de la destinataria de mis misivas.

En la última de ellas ya le avisé de mi próxima partida. Tal vez haya una carta de vuelta en otro barco en dirección contraria a la que sigo, lo ignoro por completo y no oculto la incertidumbre que la duda me provoca. ¿Qué encontraré al llegar allá? Del Nuevo Mundo solo tengo vagas referencias y las palabras de mi amada. Dicen que es una tierra fascinante, repleta de peligros y aventuras, pero solo hay una aventura en la que deseo adentrarme con todas las fuerzas que mi espíritu me permita.

El viento sopla feroz y atrevido, hincha las velas de esta nave, hincha las alas que siento tener a pesar de que no las tenga físicamente. Los marineros trabajan a destajo, el capitán me avisa que a este ritmo arribaremos antes de lo previsto.

Sonrío al horizonte. Pronto, muy pronto, estaré donde quiero estar. Todo lo demás es ahora superfluo, espuma de mar tan solo.
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