BioAgendaEnlacesContacto

viernes, 30 de julio de 2010

Solo para fumadores (7).

Este percance fue un anuncio que no supe escuchar ni aprovechar. Proseguí mi vida errante por diferentes ciudades, albergues y ocupaciones, dejando por todo sitio volutas de humo y colillas aplastadas, hasta que recalé nuevamente en París, en un departamento de tres piezas, donde pude reunir una colección de sesenta ceniceros. No por manía de coleccionista, sino para tener siempre a la mano algo en qué tirar puchos o cenizas. Había adoptado entonces el Marlboro, pues esta marca, que no era mejor ni peor que las tantas que había ya probado, me sugirió un juego gramatical que practicaba asiduamente. ¿Cuántas palabras podían formarse con las ocho letras de Marlboro? Mar, lobo, malo, árbol, bar, loma, olmo, amor, orar, bolo, etc. Me volví invencible en este juego, que impuse entre mis colegas de la Agencia France-Presse, donde entonces trabajaba. Dicha agencia, diré de paso, era no solo una fábrica de noticias sino el emporio del tabaquismo. Por estadísticas sabía que la profesión más adicta al tabaco era la de periodista. Y lo verifiqué, pues las salas de redacción, a cualquier hora del día o de la noche, eran espaciosos antros donde decenas de hombres tecleaban desesperadamente en sus máquinas de escribir, chupando sin descanso puros, pipas y pitillos de todas las marcas, en medio de una espesa bruma nicotínica, al punto que me pregunté si estaban reunidos allí para redactar las noticias o más bien para fumar.
Fue precisamente durante la era del Marlboro y de mi trabajo en la agencia que reventé. No es mi propósito establecer una relación de causa a efecto entre esta marca de cigarrillos y lo que me ocurrió. Lo cierto es que una tarde caí en mi cama y comencé a morir, con gran alarma de mi mujer (pues entretanto, aparte de fumar, me había casado y tenido un hijo). Mi vieja úlcera estomacal estalló y una hemorragia incontenible me iba evacuando del mundo por la vía inferior. Una ambulancia de estridente sirena me llevó al hospital en estado comatoso y gracias a transfusiones de sangre masivas pude volver a mí. Esto es horrible y no abundo en detalles para no caer en el patetismo. El doctor Dupont me cicatrizó la úlcera en dos semanas de tratamiento y me dio de alta con la recomendación expresa -aparte de medicinas y régimen alimenticio- de no fumar más.
¡No fumar más! Inocente doctor Dupont. Ignoraba con qué tipo de paciente se había encontrado. Dos meses más tarde, incorporado nuevamente a mi trabajo en la agencia de prensa, entre cientos de rabiosos fumadores, tiraba al canasto diariamente un par de cajetillas de Marlboro vacías. M-a-r-1-b-o-r-o. Mi juego gramatical se enriqueció: broma, robar, rabo, ola, romo, borla, etc. Esto puede tener gracia, pero así como nuevas palabras encontré, nuevas hemorragias tuve y nuevas ambulancias fueron llevándome al hospital, entre pitos y sirenas, para dejarme exánime ante los ojos horripilados del doctor Dupont. La ambulancia se convirtió en cierta forma en mi medio normal de locomoción. El doctor Dupont me devolvía siempre a casa reencauchado, después de jurarle que dejaría el cigarrillo y amenazándome que a la próxima renunciaría a paliativos y me metería cuchillo sin contemplaciones. Amenaza que me dejaba impávido, y la mejor prueba de ello es que a la cuarta o quinta entrada al hospital, me di cuenta de que para fumar no era necesario que me dieran de alta: bastaba sobornar a una enfermera menor para que me comprara un paquete. De Marlboro, naturalmente: lora, orla, ramo, ropa, paro, proa, etc. Lo tenía escondido en el guardarropa, dentro de un zapato. Dos o tres veces al día sacaba un cigarrillo, me encerraba en el baño, le daba varias pitadas frenéticas y pasaba sus restos por el water-closet.
Diré para mi descargo que lo que contribuyó a echar por tierra mis buenos propósitos y en consecuencia fortaleció mi vicio fue una visión fugaz pero definitiva que tuve en el hospital. El doctor Dupont, por buen especialista que fuese, ocupaba solo un rango intermedio entre los gastroenterólogos del local. En la cúspide se encontraba el patrón doctor Bismuto, que había llegado a esa situación posiblemente gracias a su apellido profético. El doctor Bismuto solo se ocupaba de casos extremadamente importantes. Pero como el mío estaba a punto de convertirse en uno de ellos, el buen Dupont obtuvo el privilegio de que me hiciera una visita. Me la anunció con gran solemnidad y minutos antes de la hora prevista vino una enfermera mayor para verificar que todo estuviera en orden. Poco después la puerta se entreabrió y en fracciones de segundo distinguí a un señor alto, escuálido y canoso que en un acto furtivo digno de un prestidigitador se quitaba un cigarrillo de los labios, lo apagaba en la suela de su zapato y guardaba la colilla en el bolsillo de su mandil. Creí que estaba soñando. Pero cuando el mandarín se acercó a mi cama, rodeado de su séquito de internos y enfermeras, noté en sus bigotes amarillentos y en sus larguísimos dedos marrones la marca infamante del fumador.

jueves, 29 de julio de 2010

Terror.



Terror

Terror,
el pulso se enlentece
o se acelera a medida
que van brotando las palabras
tensas y cargadas de mi historia.
Narro observando la creciente palidez,
el temor va poseyendo tu rostro
mas no apartas los sentidos, fijos
en cada sílaba, cada gesto,
cada silencio en suspensión,
cada detalle de esta pavorosa historia.
Tiemblas, junto a la hoguera
crepita la llama, se desvanece...

Termino mi relato,
a oscuras,
solo...

5-2-2010
Safe Creative #1007286933670

miércoles, 28 de julio de 2010

ArtSalud VIII - Edgar Fibela.




Límite

Aquella ventana, mi límite,
allá a mi alma requerían tributo,
el legítimo pago por paso de aduana.
Tímidamente me asomaba,
contemplaba el cielo plomizo, muerto,
la calle, vacía, muerta,
cubierta de inerte asfalto
y, de regalo, un fondo
de árboles sin hojas, muertos.
Retrocedía con la cartera intacta.
Era un precio excesivo por solo muerte...
mas al rato regresaba a aquella ventana,
única ventana, última frontera,
replanteándome el valor de la vida.

2-4-2010
Safe Creative #1007286929369

lunes, 26 de julio de 2010

Si los muertos gritasen...

En un homenaje a Caballero Bonald en el teatro Lope de Vega de Sevilla un dirigente del Partido Comunista (cuyo nombre no me dio la gana anotar) nos dijo a los escritores (sin mirarnos a los de la tercera fila) gracias a los que hacéis de la literatura un arma cargada de futuro.

Saqué mi bloc de notas y me lo apunté para este momento. Aún no tengo una poética escrita, y a lo mejor nunca la tendré dado mi carácter continuamente cambiante, pero siempre he tenido algunas ideas muy claras. Al releer y recordar esa frase me acuerdo de un poema de mi autor favorito (Miguel d´Ors) que dice y no versificando ni a la izquierda / ni debajo de nadie, ustedes me dirán (poema íntegro al final de estas líneas).

Lo tengo muy claro, mi arte va en una dirección muy clara y no se desvía a la izquierda ni a la derecha bajo ningún concepto. En ocasiones he zigzagueado por mero divertimento poético (o por asco político he arremetido), pero nada más, ligeros desmanes de juventud o espontánea locura. Mi aspiración es hacer de mi arte un arma cargada de futuro, y están mis versos poblados de espadas, no hay más que echar un vistazo, pasen y vean, el dantesco espectáculo de hojas bermejas que suelo ofrecer de tanto en tanto. Pero que quede perfectamente claro, que por si mismas las armas no son peligrosas, el factor peligro lo añade la mano que las blande. Considero que mi arte no debe ser blandido por cualquiera, sino principalmente por mi, y en segundo lugar por aquellos en los que deposito mi confianza. No se admite uso partidista de mis obras. En cada una de ellas hay un símbolo de derechos de autor que establece las condiciones en las que mi obra puede ser usada. Por lo general es una Creative Commons 3.0 Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada. Traducción: mis obras pueden ser copiadas y distribuidas libremente reconociéndome siempre como autor de ellas. No se permite hacer variaciones para saltarse esta licencia ni conseguir un lucro con ella. Añado ahora también esta condición a todas mis obras. Ningún signo político puede usarlas para sus fines, sean cuales sean, por muy nobles que puedan parecer.

Me asquea totalmente lo que están haciendo con autores como Antonio Machado o Miguel Hernández. Cada persona tiene sus preferencias políticas (yo tengo las mías, que hay mucho mundo más allá de las dos Españas), pero usar la parte poética de una persona con fines políticos me parece una absoluta abominación y una deshonra para todos los que escribimos. ¿Y cuando la extrema izquierda abandone estos parajes, qué? Luego tocará dedicar la Feria del Libro a Agustín de Foxá o a Camilo José Cela, creador este último de una revista literaria en 1956 precisamente con el mismo Caballero Bonald que recibió el homenaje del Partido Comunista.

Como bien dice el artista manriqueño Manuel Márquez se regalan tontos y cobardes por exceso de fabricación. Tontos, mezclando churras con merinas, ¿qué tendrán que ver sus creencias políticas con su capacidad artística? Cobardes, usando los nombres de quien no puede defenderse. Si los muertos gritasen...

Vivo, conmigo que no cuenten para ninguna bandera. Muerto, aún menos.



DONDE EL POETA SE DESPIDE DEFINITIVAMENTE DEL COTARRO

Adiós, adiós revistas, premios, antologías,
fulgores de El País y el Segundo Canal,
adiós generación del 70, divino
tesoro, te he perdido para nunca jamás.

Para ser comunista me falta la langosta
(que no es poco faltar)
y, como Don Antonio, tampoco soy un ave
de ésas (menudos pájaros) del nuevo gay trinar,
y no versificando ni a la izquierda
ni debajo de nadie, ustedes me dirán.

Adiós entonces, fama, adiós obras completas,
adiós escalinatas hacia Carlos Barral,
adíos muchachos, nunca compañeros
de mi vida (a Dios gracias −y gracias además
a los sabios consejos sobre las compañías
que me dio mi papá−).

Pero todos felices: la Poesía
y yo tendremos más intimidad,
y vosotros qué gozo: en la carpeta
de Félix Grande un poco menos de original
y un poco más de alfalfa en los amenos prados
del Parnaso local.

5-9-1982

sábado, 24 de julio de 2010

Ustedes y nosotros, de Mario Benedetti.


Ustedes cuando aman
exigen bienestar
una cama de cedro
y un colchón especial

nosotros cuando amamos
es fácil de arreglar
con sábanas qué bueno
sin sábanas da igual

ustedes cuando aman
calculan interés
y cuando se desaman
calculan otra vez

nosotros cuando amamos
es como renacer
y si nos desamamos
no la pasamos bien

ustedes cuando aman
son de otra magnitud
hay fotos chismes prensa
y el amor es un boom

nosotros cuando amamos
es un amor común
tan simple y tan sabroso
como tener salud

ustedes cuando aman
consultan el reloj
porque el tiempo que pierden
vale medio millón

nosotros cuando amamos
sin prisa y con fervor
gozamos y nos sale
barata la función

ustedes cuando aman
al analista van
él es quien dictamina
si lo hacen bien o mal

nosotros cuando amamos
sin tanta cortedad
el subconsciente piola
se pone a disfrutar

ustedes cuando aman
exigen bienestar
una cama de cedro
y un colchón especial

nosotros cuando amamos
es fácil de arreglar
con sábanas qué bueno
sin sábanas da igual.

viernes, 23 de julio de 2010

Solo para fumadores (6).


No es tan sencillo luchar contra la tentación...

En muchas ocasiones -es tiempo de decirlo- traté de luchar contra mi dependencia del tabaco, pues su abuso me hacía cada vez más daño: tosía, sufría de acidez, náuseas, fatiga, pérdida del apetito, palpitaciones, mareos y una úlcera estomacal que me retorcía de dolor y me forzaba a someterme regularmente a un régimen de leche y de abominables gelatinas. Empleé todo tipo de recetas y de argucias para disminuir su consumo y eventualmente suprimirlo. Escondía las cajetillas en los lugares más inverosímiles; llenaba mi escritorio de caramelos, para tener siempre a la mano algo que llevarme a la boca y succionar en vez del cigarrillo; adquirí boquillas sofisticadas con filtros que eliminaban la nicotina; tragué todo tipo de pastillas supuestamente destinadas a volvernos alérgicos al tabaco; me clavé agujas en las orejas bajo la sabia administración de un acupunturista chino.
Nada dio resultado. Llegué así a la conclusión de que la única manera de librarme de este yugo no era el empleo de trucos más o menos falaces sino un acto de voluntad irrevocable, que pusiera a prueba el temple de mi carácter. Conocía gente -poca es cierto y que siempre me inspiró desconfianza- que había resuelto de un día para otro no fumar y lo había conseguido.
Solo una vez tomé una determinación semejante. Me encontraba en Huamanga, como profesor de su universidad, que acababa de reabrirse luego de tres siglos de clausura. Esa vieja, pequeña y olvidada ciudad andina era una delicia. El camarada Gonzalo no había hecho aún su aparición ni su filosofía señalado ningún sendero luminoso. Los estudiantes, casi todos lugareños o de provincias vecinas, eran jóvenes ignorantes, serios y estudiosos, convencidos de que les bastaría obtener un diploma para acceder al mundo de la prosperidad. Pero no se trata de evocar mi experiencia ayacuchana. Volvamos al cigarrillo. Soltero, sin obligaciones y ganando un buen sueldo, podía surtirme de la cantidad de Camel que me diera la gana, pues había adoptado esa marca, quizás por la afinidad que existía entre el camello y las llamas y vicuñas que circulaban por el pueblo. Pero una noche, conversando y fumando con mis colegas en un café de la plaza de Armas, me sentí repentinamente mal. La cabeza me daba vueltas, tenía dificultades para respirar, sentía punzadas en el corazón. Me retiré a mi hotel y me tiré en la cama, confiado en que reposando me iba a recuperar. Pero mi estado se agravó: el techo se me venía encima, vomité bilis, me sentí realmente morir. Me di cuenta entonces de que eso se debía al cigarrillo, de que al fin estaba pagando al contado la deuda acumulada en quince años de fumador desenfrenado.
Era necesario tomar una decisión radical. Pero no solo tomarla -no fumar más- sino consagrarla con un acto simbólico que sellara su carácter sacramental. Me levanté de la cama tambaleante, cogí mi paquete de Camel y lo arrojé al terreno baldío que quedaba al pie de mi ventana. Nunca más, me dije, nunca más. Y desahogado por ese rasgo de heroísmo, caí nuevamente en mi cama y me quedé al instante dormido. Pasada la medianoche me desperté, recordé mi determinación de la víspera y me sentí no solo moralmente reconfortado sino físicamente bien. Tanto, que me levanté para consignar mi renuncia al tabaco en líneas que imaginé, si no inmortales, dignas al menos de una merecida longevidad. Escribí en realidad varias páginas glorificando mi gesto y prometiéndome una nueva vida, basada en la austeridad y la disciplina. Pero a medida que escribía me iba sintiendo incómodo, mis ideas se ofuscaban, penaba para encontrar las palabras, una angustia creciente me impedía toda concentración y me di cuenta de que lo único que realmente quería en ese momento era encender un cigarrillo.
Durante una hora al menos luché contra este llamado, apagando la luz para tirarme en la cama e intentar dormir, levantándome para poner música en mi tocadiscos portátil, bebiendo vasos y vasos de agua fresca, hasta que no pude más: cogí mi abrigo y decidí salir del hotel en busca de cigarrillos. Pero ni siquiera salí de mi cuarto. A esa hora no había nada abierto en Huamanga. Empecé entonces a revisar los bolsillos de todos mis sacos y pantalones, los cajones de todos los muebles, el contenido de maletas y maletines, en busca del hipotético cigarrillo olvidado, tirando todo por los aires y a medida que más infructuosa era mi búsqueda más tenaz era mi deseo. De pronto mi mente se iluminó: la solución estaba en el paquete que había arrojado por la ventana. Cuando me asomé a ella vi ocho o diez metros más abajo el terreno baldío vagamente iluminado por la luz de mi habitación. Ni siquiera vacilé. Salté al vacío como un suicida y caí sobre un montículo de tierra, doblándome un tobillo. A gatas exploré el desmonte alumbrado por mi encendedor. ¡Allí estaba el paquete! Sentado entre las inmundicias encendí un pitillo, levanté la cabeza y lancé la primera bocanada de humo hacia el cielo espléndido de Huamanga.

jueves, 22 de julio de 2010

Tiempo de matar.



Tiempo de matar

Es tiempo de matar,
de abrir herida y dejar que fluya toda,
toda la sangre se desboque salvaje,
arroye a la sedienta Parca.

Es hora de arremeter,
de abrir puertas, ampliar límites y horizontes,
apretar los dientes y remitir el temblor
allá donde flaquean corazón y rodillas.

Es el perfecto momento para morir,
infringirme letal herida y resucitar de nuevo,
reimaginarme una vez más,
cumplir el ritual previo a cada batalla.

18-7-2010
Safe Creative #1007196864927

miércoles, 21 de julio de 2010

ArtSalud VII - Regina J.Z. - Manuél Márquez Rodríguez


APROXIMACIÓN AL SUEÑO DEL SONETO

¡Qué bien me lo paso durmiendo!
Sin quiero, ni pretendo, ¡sin ensayos!,
ni dentistas con azada, ni banqueros
con mortajas, ni tinajas de mal agüero.

¡Qué bien! Sin pisadas, ni pellizcos,
sin medios vacíos o medios llenos.
¡Sin apellidos, méritos de otros!,
ni equipajes de cana en pelo.

¡Si, y qué bien terminar de dormir,
y con lluvia o sol, con él o sin viento
poder al mundo de entre muros salir!

¡Qué bien me lo paso durmiendo!
De día, después de dormir, sin sufrir
y en la noche, sin más que eso...
¡Vivir!

Del poemario de Manuel Márquez El zurrón del sibarita.

martes, 20 de julio de 2010

Recitando "Me gustas cuando callas" de Pablo Neruda.


Me gustas cuando callas porque estás como ausente,
y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca.

Como todas las cosas están llenas de mi alma
emerges de las cosas, llena del alma mía.
Mariposa de sueño, te pareces a mi alma,
y te pareces a la palabra melancolía.

Me gustas cuando callas y estás como distante.
Y estás como quejándote, mariposa en arrullo.
Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza:
Déjame que me calle con el silencio tuyo.

Déjame que te hable también con tu silencio
claro como una lámpara, simple como un anillo.
Eres como la noche, callada y constelada.
Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.

Me gustas cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto

lunes, 19 de julio de 2010

Cuarenta

Cuarenta

Cuarenta días,
cuarenta ladrones,
cuarenta hombres grises jactándose,
haciendo aros de humo con el tiempo que nos
separa.

Cuarenta noches en completa oscuridad,
cuarenta abrasadores soles,
cuarenta grados a la sombra de nuestra ausencia.

Cuarenta campanadas desgarrando el cielo,
acompasando a cuarenta latidos...
cuando cuarenta ya no sea cuarenta,
sea cero.


24-6-2010
Safe Creative #1007196857660

viernes, 16 de julio de 2010

Solo para fumadores (5).


Continuamos el viaje de Ribeyro a través de la nicotina...

Los vaivenes de la vida continuaron llevándome de un país a otro, pero sobre todo de una marca a otra de cigarrillos. Amsterdam y los Muratti ovalados con fina boquilla dorada; Amberes y los Belga de paquete rojo con un círculo amarillo; Londres, donde intenté fumar pipa, a lo que renuncié porque me pareció muy complicado y porque me di cuenta de que no era ni Sherlock Holmes, ni lobo de mar, ni inglés... Munich, finalmente,donde a falta de sacar mi doctorado en filología románica, me gradué como experto en cigarrillos teutones que, para decirlo crudamente, me parecieron mediocres y sin estilo. Pero si menciono Munich no es por la bondad de su tabaco sino porque cometí un error de discernimiento que me colocó en una situación de carencia desesperada, comparable a los peores momentos de mi época parisina.
Gozaba entonces de una módica beca, pero que me permitía comprar todos los días mi paquete de Rothaendhel en un kiosko callejero, antes de tomar el tranvía que me llevaba a la universidad. Se trataba de un acto que, a fuerza de repetirse, creó entre la vieja Frau del kiosko y yo una relación simpática, que yo juzgaba por encima de todo protocolo comercial. Pero a los dos o tres meses de una vida rutinaria y ecónoma me gasté la totalidad de mi beca en un tocadiscos portátil, pues había empezado una novela y juzgué que me era necesario, para llevarla a buen término, contar con música de fondo o de cortina sonora que me protegiera de todo ruido exterior. La música la obtuve y la cortina también y pude avanzar mi novela, pero a los pocos días me quedé sin cigarrillos y sin plata para comprarlos y como "escribir es un acto complementario al placer de fumar", me encontré en la situación de no poder escribir, por más música de fondo que tuviese. Lo más natural me pareció entonces pasar por el kiosko cotidiano e invocar mi condición de casero para que me dieran al crédito un paquete de cigarrillos. Fue lo que hice, alegando que había olvidado mi monedero y que pagaría al día siguiente. Tan confiado estaba en la legitimidad de mi pedido que estiré cándidamente la mano esperando la llegada del paquete. Pero al instante tuve que retirarla, pues la Frau cerró de un tirón la ventanilla del kiosko y quedó mirándome tras el vidrio no solo escandalizada sino aterrada. Solo en ese momento me di cuenta del error que había cometido: creer que estaba en España cuando estaba en Alemania. Ese país próspero era en realidad un país atrasado y sin imaginación, incapaz de haber creado esas instituciones de socorro, basadas en la confianza y la convivialidad, como es la institución del fiado. Para la Frau del kiosko, un tipo que le pedía algo pagadero mañana, no podía ser más que un estafador, un delincuente o un desequilibrado dispuesto a asesinarla llegado el caso.
Me encontré pues en una situación terrible -sin poder fumar y en consecuencia escribir- y sin solución a la vista, pues en Munich no conocía prácticamente a nadie y para colmo se desató un invierno atroz, con un metro de nieve en las calles, que me condenó a un encierro forzoso. No hacía más que mirar por la ventana el paisaje polar, tirarme en la cama como un estropajo o leer los libros más pesados del mundo, como los siete
volúmenes del diario íntimo de Charles Du Bos o las novelas pedagógicas de Goethe. Fue entonces cuando vino en mi auxilio herr Trausnecker.
Yo estaba alojado en casa de este obrero metalúrgico, que me alquilaba una pieza con desayuno y una comida en el departamento que ocupaba en un suburbio proletario. Una o dos veces por semana entraba a mi cuarto en las noches para informarse sobre mis necesidades y hacerme un poco de conversación. Hombre rudo, pero perspicaz, se dio cuenta de inmediato de que algo me atormentaba. Cuando le expliqué mi problema lo comprendió en el acto, y excusándose por no poder prestarme dinero me regaló un kilo de tabaco picado, papel de arroz y una maquinita para liar cigarrillos.
Gracias a esta maquinita pude subsistir durante las dos interminables semanas que me faltaban para cobrar mi siguiente mesada. Todas las mañanas, al levantarme, liaba una treintena de cigarrillos que apilaba en mi escritorio en pequeños montoncitos. Fueron los peores y mejores cigarrillos de mi vida, los más nocivos seguramente pero los más oportunos. El tabaco estaba reseco, el papel era áspero y el acabado artesanal, tosco y execrable a la vista, pero qué  importaba, ellos me permitieron capear el temporal y reanudar con brío mi novela interrumpida. Si la concluí se debe en gran parte a la maquinita del señor Trausnecker, quien lavó así la afrenta que recibí de la vieja Frau y me reconcilió con el pueblo germánico.
Este servicio se lo pagué con creces, lo que me obliga a hacer una digresión, pues el asunto no tiene nada que ver con el cigarrillo, aunque sí con el fuego. Frau Trausnecker entró una tarde desolada a mi habitación: hacía más de una hora que había puesto en el horno un pastel de manzana, pero la puerta de la cocina se había bloqueado y no podía entrar para sacar el pastel que se estaba quemando. Intenté abrir la puerta primero con una ganzúa improvisada, luego a golpes, pero era imposible y el olor a quemado aumentaba. Me acordé entonces de que el baño estaba al lado de la cocina y de que sus respectivas ventanas eran contiguas. No había más que pasar de una pieza a otra por la ventana. Le expliqué a Frau Trausnecker mi plan y me dirigí al
baño, pero ella se lanzó tras de mí chillando, trató de contenerme, dijo que era muy arriesgado, hubo un forcejeo, hasta que logré encerrarme en el baño con llave. Como ella seguía protestando tras la puerta, abrí el caño de la tina y le dije que no se preocupara, que lo que en realidad iba a hacer era bañarme. Lo que hice fue abrir la ventana y quedé espantado: no solo porque el cuarto piso de ese edificio obrero daba a un hondísimo patio de cemento, sino porque la ventana de la cocina estaba más lejos de lo que había supuesto. Pero ya no podía dar marcha atrás, a riesgo de cubrirme de ridículo y quedar como un fanfarrón. Me encaramé en la ventana del baño, me colgué de su borde con ambas manos y luego de un balanceo calculado salté hasta la ventana contigua y entré a la cocina. A tiempo, pues la atmósfera estaba caldeada y el horno echaba humo y fuego por sus ranuras. Abrí la puerta de la pieza y Frau Trausnecker entró, apagó la llave del horno, cortó la corriente eléctrica, sacó el pastel, que era un montículo de carbón ardiente y lo tiró sobre el lavadero bajo un chorro de agua fría. La casa se llenó de vapor y de un insoportable olor a chamuscado, al punto que tuvimos que abrir todas las ventanas para que se aireara. Al poco rato estábamos sentados en la sala aliviados, satisfechos y felices por haber evitado un incendio. Pero un ruidito nos distrajo: del baño llegaba el rumor del grifo abierto de la tina y al instante vimos aparecer una lengua de agua en el pasillo. ¡La tina se estaba desbordando! Pero ¿cómo hacer para entrar al baño? Yo le había echado llave desde el interior. No me quedó más que rehacer el camino en el sentido inverso, a pesar de las nuevas protestas de Frau Trausnecker. De la ventana de la cocina pasé a la ventana del baño en suicida salto sobre el abismo. Mi temeridad salvó a los Trausnecker sucesivamente de un incendio y de una inundación.

jueves, 15 de julio de 2010

Desde que tengo uso de razón...

Desde que tengo uso de razón... es una frase hecha que siempre he odiado, sobre todo porque casi siempre que la he oído ha sido de labios de personas que nunca realmente han usado la razón. ¿Pero quién usa realmente la razón? Cito a Michael Crichton hablando con la voz de Ian Malcolm:

«¿Qué le lleva a pensar que los seres humanos son sensibles y conscientes? No existe prueba alguna de ello. Los seres humanos nunca piensan por su cuenta, les resulta incómodo. En su mayor parte, los miembros de nuestra especie se limitan a repetir lo que oyen y se desconciertan ante cualquier punto de vista distinto. El rasgo humano característico no es la conciencia sino el conformismo, y el resultado característico es la guerra religiosa. Otros animales luchan por el territorio o el alimento; los seres humanos, en cambio, son los únicos que luchan por sus "creencias". Ello se debe a que las creencias rigen el comportamiento, el cual tiene importancia evolutiva entre los seres humanos. Pero en una época en la que nuestro comportamiento puede conducirnos a la extinción no veo razón alguna para suponer que poseemos consciencia. Somos unos conformistas obcecados y autodestructivos. Cualquier otra opinión acerca de nuestra especie es una simple ilusión fruto de la suficiencia. Siguiente pregunta.»

Es un párrafo desalentador y demoledor, pero yo no lo soy tanto. No me gustan los textos en los que se generaliza. Al principio los usaba. Sospecho que aún sigo generalizando de tanto en tanto de manera inconsciente, tendría que revisar lo que escribo, pero nunca es acertado generalizar. Cada regla se confirma a partir de su excepción, y aunque haya millones de obcecados babeando ante pantallas de televisión y defendiendo creencias ajenas como si fueran verdades absolutas que ellos solitos han descubierto, también están los otros, los que piensan por su cuenta, los que ante una opinión ajena la contrastan con la suya y reconocen haberse equivocado si ven que se han equivocado en lugar de discutir en vano. Son ese tipo de gente que luego intenta hacer algo para cambiar el mundo y se topan de frente con los millones de descerebrados antes mencionados o peor aún, con los listillos, con la burrocracia que tiene todo bien atado para sus intereses e impide que haya auténticos cambios.

Pero dejando de lado los ladridos, lo que me realmente me cabrea es la frase en cuestión "desde que tengo uso de razón". Independientemente de si la gente usa la cabeza, si tienen capacidad de raciocinio, si tienen uso de razón o no,  la frase en si formula un matiz que no tolero. Es ese "desde que" el que no admito, pues implica que a partir de un (in)determinado momento de la vida, uno alcanza la capacidad de raciocinio, de pensar por su propia cuenta. Traza una línea a mi parecer inexistente. Vale que al principio dependemos única y exclusivamente de las opiniones de padres y profesores, pero uno no se despierta de la noche a la mañana con consciencia de su propia existencia y capacidad para sacar conclusiones propias. La capacidad para razonar por uno mismo se adquiere con el tiempo, es una línea de progresión, una evolución del propio pensamiento que alcanza su mayor bombardeo intelectual y sentimental durante la dura fase de la pubertad. Por eso me molesta inmensamente ese "desde que". Hay un antes y un después, cierto, pero no un cambio tan brusco como esa expresión sugiere. Yo por lo pronto paso de usarlo para nada. Tal vez en algún escrito lo ponga en boca de algún personaje que me caiga mal, pero no la usaré yo personalmente. Me parece en cierto modo incluso insultante sugerir tal funcionamiento de la mente humana. Será que, tal y como pienso, habría que incluir algo de psicología y sociología en los estudios básicos, un poco de humanismo, saber qué somos y cómo funcionamos para evitar pensar en términos semejantes.

miércoles, 14 de julio de 2010

ArtSalud VI - Flora Arias - Manuel Márquez


LA ORILLA VARADA, CÁDIZ

Esta agua de mar que nuevamente hoy me baña
hace tiempo que no venía a mi,
estuvo perdida en otros mundos
o quizás moró evaporada por otros lares,
y yo aquí siendo eterna orilla para ella
sin despegarme de mi ser ni por un solo instante.

¿Quién me hizo arena?
¿Quién pegó la sal a mi para no me fuera?
¿Dónde está el viento que no le puede y que no me lleva?

Vivo anclado a este principio
que no es más que el final de mi,
soy orilla de ti, Cádiz, sólo orilla,
orilla solo, mar mío,
que me dueles porque no lo eres siquiera.

¡Y tiro de...! ¡No sé de qué!,
en un último intento inútil de dejar de ser
y tú te vas nuevamente porque tornas a marea baja
y busco quien soy para luchar contra...
Contra algo, que tampoco sé,
porque no me encuentro,
porque no me tengo.

Y ahora que estoy al descubierto
siento golpes de pies descalzos
que no me dicen nada, nada.
Y que me voy ahogando sin aguas
que puedan salvarme de este naufragio
que vuelve a dejar de serlo en cada nueva marea.

¡Ven, mar, ven,
no escuches a las lunas,
olvídate del sol,
porque me ahogo sin ti!


Del poemario de Manuel Márquez Todas las Cádiz.

martes, 13 de julio de 2010

Alborada.

Hace ya algún tiempo conocí a un chica de nombre Alborada. Me extrañó su nombre y me dijo que ella tampoco conocía su origen. Le habían dicho que era la versión gallega de Aurora, y que ella celebraba su santo el día de Aurora. He investigado un poco y no he podido descubrir si realmente Alborada como nombre de mujer tiene origen gallego, ni siquiera cuando es su onomástica (si es que tiene), pero me gustan las definiciones que da la RAE para este nombre:


alborada.
(De albor, luz del alba).
1. f. Tiempo de amanecer o rayar el día.
2. f. Música al amanecer y al aire libre para festejar a alguien.
3. f. Composición poética o musical destinada a cantar la mañana.
4. f. Acción de guerra al amanecer.
5. f. Toque o música militar al romper el alba, para avisar la venida del día.

Música, poesía y guerra....  la añado a mis palabras favoritas.  

lunes, 12 de julio de 2010

Abrir el 22-12-2012.

Abrir el 22-12-2010


Son las 00:00:01 del 22 de diciembre del 2012. Si estás leyendo esto es porque ha pasado lo contrario que llevan meses diciendo. El mundo no se ha acabado. Mañana estarán las marujas de siempre discutiendo sobre el tema, riéndose del bombo y platillo desmedido que se le ha dado el tema... las mismas marujas que aún deben estar temblando debajo de sus respectivas mesas de cocina, temerosas de que el mundo se acabe y se queden sin ver el final de sus culebrones (¿sigue aún Arrayán?).

No sé si es una buena o mala noticia que este mundo siga rotando sobre su eje. Aunque este mundo no se merecía desaparecer, lo digo por el resto de especies. Si acaso podría haberle sentado bien a este mundo que hubiésemos desaparecido, dada la increíble falta de juicio y sensibilidad que hemos ido demostrando a lo largo de estos milenios. Es una pena que no se haya cumplido tampoco otra de las posibles profecías, la conexión psíquica, la creación de una noosfera, una conciencia universal. Se dicen que dos cabezas piensan mejor que una. Tal vez si se hubiesen unido varios miles de millones de mentes podríamos haber sacado algún pensamiento coherente en claro... eso, o habríamos acabado todos totalmente locos al mezclarse nuestros pensamientos y sentimientos tan radicalmente distintos después de tanta innecesaria discusión y tanto injustificado derramamiento de sangre.

Pero no ha podido ser, ni destrucción del planeta, ni de la raza humana ni noosfera ni pollas en vinagre. Dentro de unas horas, en cuanto que hayan abierto sus puertas, los centros comerciales estarán abarrotados con gente comprando apresuradamente los últimos regalos de Navidad o tranquilamente comprando los de Reyes. Dentro de unos meses tanta palabrería será un mero recuerdo, como lo acabó siendo el efecto 2000 entonces. ¿Cual será la siguiente estupidez, la siguiente fecha para el fin del mundo? Me da igual si a este mundo, si a la humanidad o si a mi propia existencia le quedan mil años o solo un segundo. Lo único que realmente importa es lo que hacemos con el eterno presente que tenemos en nuestras manos.
Safe Creative #1007116801858

domingo, 11 de julio de 2010

Diario del centinela, capítulo XVIII: La secta.


Estando en una de mis sesiones privadas de entrenamiento básico me llamaron a los aposentos del capitán. Allá me esperaba él y su barbero (?). Mientras el barbero me dejaba sin mi crecida barba el capitán me explicaba los detalles de mi próximo cometido. Los centinelas solo obedecen órdenes, teniendo muy poco margen para su propio juicio. A medida que uno va subiendo de rango va subiendo también en libertad de acciones y movimientos. Precisamente esta libertad conlleva también una tarea que yo debía aprender, la prevención de conflictos. Toda acción de un centinela es siempre a posteriori, tratar de detener el conflicto una vez que ya ha comenzado. ¿Pero no sería mejor que dichos conflictos nunca sucediesen?

Era una prueba que se me planteaba, descubrir si los rumores de fundación de una secta eran ciertos y en caso afirmativo infiltrarme y averiguar si era peligrosa. ¿Qué pretendía que hiciera, que me pusiera una capucha negra y le rezase a Satanás? Y además, ¿qué tipo de secta no era peligrosa? Antes de terminar de componer mi mirada de "es una broma, ¿no?" el capitán me dio las ordenes sin vacilación, partir al día siguiente a una ciudad próxima, a tres días de camino y hacerme pasar por Íñigo de Oña, un comerciante del norte, dejando claro mi intención de establecerme allí de manera indefinida y me aprensión por los comerciantes judíos. Me acompañaría un cadete, pero solo hasta las proximidades de la ciudad, que no me vieran entrar con él.

De camino aquel cadete despejó las dudas de mi ignorancia. Una secta no tiene tan solo el sentido religioso y satánico que la Iglesia nos hacía ver. Una secta era de por si un grupo de personas con afinidades comunes, guiadas por un líder. En este caso era una secta de comerciantes la que se rumoreaba se había reunido en dicha ciudad, algo de lo más extraño dado que por lo general los comerciantes trabajaban solos o abiertamente se agrupaban en gremios, bien solo de comerciantes, bien conjuntamente con los artesanos. ¿Qué necesidad había de crear una secta de comerciantes y ocultarse? Entonces comencé a comprender mi cometido.

No tardé muchos días en recibir una invitación en la taberna, mientras criticaba la competencia desleal de los judíos. Se reunían una vez por semana al caer el sol, en unos almacenes extramuros. Había velas, pero nadie encapuchado. El líder era Durán de Mencía, el mismo que me había indicado el donde y el cuando. Ante todos me presentó y me hizo una serie de preguntas. Resultó fácil mentir, siempre lo es cuando se habla con enfado, enfado no fingido. La llave a mi inserción en aquella secta y elemento común a todos los miembros era su completo antisemitismo. Me enfadaba aquel comportamiento, dado que tan solo eran mercaderes como nosotros, un pueblo asustadizo cuyo barrio, la judería, lindaba con la alcazaba por el perpetuo miedo que tenían de ser atacados. Cierto era que algunos se habían comportado de manera abusiva en sus transacciones comerciales, pero yo también metido en mi papel y ninguno de los allí presentes podía tirar la primera piedra. Las acciones de unos pocos no podían servir para definir a muchos. Si así fuese ya podría haber afirmado que mi ciudad estaba llena de ladrones, basándome en los dos o tres rateros que diariamente trataban de sobrepasar corriendo las puertas cargando algo robado de los tenderetes del mercado.

Confirmé las sospechas por carta a mi capitán, había una secta de comerciantes de carácter antisemita, pero su peligrosidad era mínima, hablaban de negocios comunes, insultaban a los judíos y se reían de las bromas que les gastaban, ocultarles la mercancía en algún momento de despiste o asustar a alguno de sus clientes en el momento de la compra, nimiedades infantiloides.

Me llegó una carta del capitán. Mi nueva orden era exaltarles, caldear los ánimos y ver si con el impulso adecuado serían capaces de cometer alguna estupidez o si todo su antisemitismo era tan solo de boquilla. Era preferible la segunda opción, que fueran incapaces de hacer nada y que aquella secta solo fuera por darle a sus reuniones de negocios un tinte elitista y privado carácter. Un par de puñetazos en la mesa, una máscara de odio como rostro y unas cuantas palabras en privado con Durán sirvieron para iniciar un plan de soborno a los guardias de la alcazaba, rearme, y contratación de sicarios para un genocidio en la judería. La víspera de la matanza medio millar de soldados rodearon y asaltaron el almacén donde estábamos preparándonos y dándole las órdenes a los sicarios. No hubo resistencia. A Durán y a mi nos identificaron como cabecillas y el  capitán al mando ordenó enviarnos directamente a otra ciudad para evitar cualquier intento de fuga.

En el camino de vuelta a mi ciudad, Durán no paraba de quejarse de haberme hecho caso. Yo guardaba silencio. A la llegada el capitán leyó los cargos contra nosotros y dictó la inmediata ejecución de Íñigo de Oña, el instigador. A Durán le encerraron en el más aislado calabozo, a la espera de recibir órdenes de su ciudad de origen. Al amanecer un golpe de hacha acabó con Íñigo de Oña. Los oficiales almorzamos calabaza aquel día.


Boing.

Quizás todo tenía que ser así,
nacer de rebote,
crecer rebotando,
seguir rebotando...

11-7-2010
Safe Creative #1007116800011

sábado, 10 de julio de 2010

Jaque.




Jaque

Jaque,
de nuevo,
tranquilo,
no te precipites.
No es mate.
Piensa...

Este mundo bicolor
tiene sesenta y cuatro casillas,
no una, la negra, en la que tu rey
aguanta a duras penas todos los envites,
tu monarca de coloradas mejillas,
por timidez y por hostias,
porque quiere o porque no se entera
te reitero mi consejo:

Da un paso adelante,
rompe tus resistencias y avanza,
el campo de batalla tiene tu nombre.

21-4-2010
Safe Creative #1007046736640

viernes, 9 de julio de 2010

Solo para fumadores (4).

Hora de hablar de Panchito.

Fue en esa época que conocí a Panchito y pude disfrutar durante un tiempo de los cigarrillos más largos que había visto en mi vida, gracias al amigo más pequeño que he tenido. Panchito era un enano y fumaba Pall Mall. Que fuera un enano me parece quizás exagerado, pues siempre tuve la impresión de que crecía conforme lo frecuentaba. Lo cierto es que lo conocí desnudo como un gusano y en circunstancias melodramáticas. Un amigo me invitó a cocinar a su estudio y cuando llegué encontré la puerta entreabierta y en la cama un bulto cubierto con las sábanas. Pensé que era mi amigo que se había quedado dormido y para hacerle una broma jalé las sábanas de un tirón gritando "¡Pólice!". Para mi sorpresa, quien quedó al descubierto fue un cholo calato, lampiño y minúsculo que, dando un salto agilísimo, se puso de pie y quedó mirándome aterrado con su carota de caballo. Cuando lo vi desviar la vista hacia el cortapapel toledano que había en la mesa de noche fui yo el que me asusté, pues un hombre calato, por indefenso que parezca, se vuelve peligroso si se arma de un punzón. "¡Soy amigo de Carlos!", exclamé. A buena hora. El hombrecito sonrió, se cubrió con una bata y me estiró la mano, justo cuando llegaba Carlos con la bolsa de provisiones. Carlos me lo presentó como a un viejo pata que había alojado por esa noche mientras encontraba un hotel. Panchito entretanto había sacado de bajo la cama dos voluminosas maletas. Una desbordaba de ropa muy fina y la otra de botellas de whisky y de cartones de una marca de cigarrillos desconocida entonces en Francia: Pall Mall. Cuando me estiró el primer paquete de los primeros king size que veía me di cuenta de que Panchito era menos pequeño de lo que suponía.
A partir de ese día Panchito, yo y los Pall Mall formamos un trío inseparable. Panchito me adoptó como su acompañante, lo que equivalía a haberme extendido un contrato de trabajo que asumí con una responsabilidad profesional. Mi función consistía en estar con él. Caminábamos por el barrio Latino, tomábamos copetines en las terrazas de los cafés, comíamos juntos, jugábamos una que otra partida de billar, rara vez entrábamos a un cine, pero sobre todo conversábamos a lo largo del día y parte de la noche. Él corría con todos los gastos y al despedirse me dejaba algunos billetes en la mano e, invariablemente, una cajetilla de Pall Mall. 
A pesar de tan estrecho contacto, yo no sabía realmente quién era Panchito y a qué se dedicaba. De mis largas conversaciones con él saqué en limpio muchas cosas pero no las suficientes como para adquirir una certeza. Sabía que su infancia en Lima fue pobrísima; que de joven dejó el Perú para recorrer casi toda América Latina; que le encantaba vestirse bien, con chaleco, sombrero, zapatos Weston de tacos muy altos (por lo cual la primera vez que salimos juntos me pareció que había dado un pequeño estirón); que el oro lo fascinaba, pues eran de oro su reloj, su lapicero, sus gemelos, su encendedor, su anillo con rubí y sus prendedores de corbata; que odiaba a las fuerzas del orden y hacía lo indecible para volverse transparente cada vez que pasaba un policía; que el fajo de billetes que llevaba en el bolsillo de su pantalón era aparentemente inagotable; que a medianoche desaparecía en las sombras con rumbo desconocido, sin que nadie supiese dónde se albergaba. 
Con el tiempo algunos de mis amigos lo conocieron y formaron en torno de él un cortejo de artistas mendicantes que habían encontrado amparo en un enigmático cholo peruano. A Panchito le encantaba estar rodeado por estos cinco o seis blanquitos miraflorinos, hijos de esa burguesía peruana que lo había menospreciado, y a los que daba de comer, de beber y de vivir, como si encontrara un placer aberrante en devolver con dádivas lo que había recibido en humillaciones. A Santiago le pagó sus cursos de violín, a Luis le consiguió un taller para que pintara, y a Pedro le financió la edición de una plaqueta de poemas invendible. Panchito era así, entre otras cosas un mecenas, pero que no aceptaba nada de vuelta, ni las gracias. 
Uno de los últimos recuerdos que guardo de él, antes de su desaparición definitiva, ocurrió una noche invernal, eléctrica y viciosa. Pasada la medianoche quedábamos Panchito, Santiago y yo tomando el vino del estribo en el mostrador del Relais de l'Odeon. Cerraban el bar, éramos los últimos clientes, los mozos ponían las sillas sobre las mesas y barrían las baldosas. En el espejo del bar vimos tres siluetas inmóviles en la calzada: tres árabes cubiertos con espesos abrigos negros. Santiago nos contó entonces que días atrás, en ese mismo bar, un árabe había intentado manosear a una francesa y que él, movido por un sentimiento incauto de justiciero latino, salió en su defensa y se lió a puñetazos con el musulmán, poniéndolo en fuga luego de romperle una silla en la cabeza, dentro de la mejor tradición de los westerns. Puesto que de films se trata, estábamos viviendo ahora un film policial, ya que, según Santiago, uno de los tres árabes que estaban en la calzada era aquel al que derrotó y que se alejó jurando venganza. Pues ahora estaba allí, en esa noche solitaria e inclemente, acompañado por dos secuaces, esperando que saliéramos del bar para cumplir su vendetta. ¿Qué hacer? Santiago era alto, ágil y buen peleador, pero yo un intelectual esmirriado y Panchito un peruano bajito con sombrero y chaleco. ¿Cómo enfrentarse a esos tres hijos de Alá, armados posiblemente de corvas navajas? "Salgamos tranquilamente", dijo Panchito. Fue lo que hicimos y nos encaminamos por el centro de la pista desierta y lóbrega hacia la rue De Buci. A los cincuenta metros volvimos la cabeza y vimos que los tres árabes, con las manos en los bolsillos de sus abrigos  peludos, aceleraban el paso y se acercaban. "Sigan no más ustedes", dijo Panchito, "yo les doy el alcance después". Santiago y yo continuamos nuestro camino y un trecho más allá nos detuvimos para ver qué pasaba. Vimos entonces que Panchito, de espaldas a nosotros, parlamentaba con los tres musulmanes que, a su lado, parecían tres sombrías montañas. En la mano de uno de ellos refulgió un cuchillo pero, lejos de amedrentarse, Panchito avanzó y sus contrincantes dieron un paso atrás y luego otro y otro, a medida que se iban empequeñeciendo y Panchito agrandando, hasta que al fin se esfumaron en la oscuridad y desaparecieron. Panchito volvió calmadamente hacia nosotros, encendiendo en el trayecto uno de sus larguísimos Pall Mall. "Asunto arreglado", dijo echándose a reír. "Pero, ¿qué has hecho?", le preguntó Santiago. "Nada", dijo Panchito y al poco rato añadió: "Toca", y se señaló el abrigo, a la altura del tórax. Santiago y yo tocamos su abrigo y sentimos bajo la tela la presencia de un objeto duro, alargado e inquietante. 

Días más tarde Panchito desapareció, sin preaviso. Lo esperé durante horas en el café Mabillón, donde diariamente nos dábamos cita antes del almuerzo para tomar el primer aperitivo y emprender una de nuestras largas y erráticas jornadas. Fui a ver a mi amigo Carlos, quien me dijo ignorar dónde estaba. "Ya lo sabrás por los periódicos", agregó sibilinamente. Y lo supe, pero años después, cuando trabajaba en una agencia de prensa, encargado de seleccionar y traducir las noticias de Francia destinadas a América Latina. De Niza llegó un télex con la mención "Especial Perú. Para transmitir a los periódicos de Lima". El télex decía que un delincuente peruano, Panchito, fichado desde hacía años por la Interpol, había sido capturado en los pasillos de un gran hotel de la Costa Azul cuando se aprestaba a penetrar en una suite. Recordé que para su mamá y hermanos, a quienes enviaba regularmente dinero a Lima, Panchito era un destacado ingeniero con un importante puesto en Europa. Haciendo una bola con el télex lo arrojé a la papelera.

El próximo viernes. ¿Cómo fumaba Julio Ramón Ribeyro en Alemania?

miércoles, 7 de julio de 2010

ArtSalud V - Angeles García - Desirée Morales

COLORES POBLANOS

Colores, colores en todo su esplendor dominan el espacio
Colores primarios en un segundo plano, y al frente,
El frescor del agua que fluye de la fuente,
Matiza y mitiga el calor del color.

Colores, calor, agua, fuente y vida; Puebla.


Poema de Desirée Morales.

martes, 6 de julio de 2010

Deber cumplido.

Deber cumplido

Me veis llegar con el gesto sombrío,
las manos rojas, la sangre
aún resbala por mis dedos, gotea
y mancha el suelo, indica la senda
desde vuestras miradas de asco
a la carnicería de la que provengo.
Si, lo admito sin pudor ninguno,
he empuñado el más afilado acero,
abierto profundos tajos en carne humana,
he visto visceras, incluso huesos,
y lo he he hecho con orgullo,
muy a pesar de vuestras muecas.
Vuestro desdén y desprecio, vuestras opiniones
todas me importan una soberana mierda.
Yo he cumplido con mi deber.
Su corazón late...

Que para algo soy médico.

11-4-2010
Safe Creative #1005046189343

lunes, 5 de julio de 2010

Recitando un poema de Julio López Cid.



¿Qué conviene a este otoño...?
De una vez para siempre,
desechadas las viejas,
solapadas ternuras,
partir sin rumbo, andar,
andar, andar sin tregua, sin desmayo
-no desandar jamás-,
hasta que atardecidos
al cabo los caminos,
ya a tientas, continúen
para siempre soñandose, soñandonos...

Y allí, en ninguna parte,
porque a ninguna parte íbamos,
encender nuestra hoguera
frente al muerto crepúsculo,
luego, como despojos,
cual míseros harapos,
tender los viejos sueños,
los entrañables sueños consabidos
-allí, en ninguna parte,
porque a ninguna parte íbamos-
y en torno al gran fuego
conversar melancólicos
mientras pasan las horas,
mientras la noche avanza y, a la par,
piadoso va el gran fuego consumiendo,
consumiéndolo todo:
los días y los años,
los siglos, los segundos...,
proyectando -mas ¿dónde?- nuestras sombras,
nuestras póstumas sombras,
sombras de nadie ya.


Poema de Julio López Cid, de su obra El Río, pág. 69, Editorial Duen de Bux S.L., colección La Letrería, 2008.
Gracias a Saray Pavón por grabarme aquel día y por el libro.

viernes, 2 de julio de 2010

Solo para fumadores (3).

En esta ocasión el relato es un tanto corto, pero tuve que hacerlo porque si de lo contrario habría tenido que acortarlo en el momento menos adecuado. El próximo viernes entra el gran Panchito...

Días más tarde erraba desesperadamente por los cafés del barrio latino en busca de un cigarrillo. Había comenzado el verano, cruel verano. Todos mis amigos o conocidos, por pobres que fuesen, habían abandonado la ciudad en auto-stop, en bicicleta o como sea rumbo a la campiña o a las playas del sur. París me parecía poblado de marcianos. Al llegar la noche, con apenas un café en el estómago y sin fumar, estaba al borde de la paranoia. Una vez más recorrí el  boulevard  Saint-Germain, empezando por el Museo Cluny, en dirección a la Plaza de la Concordia. Pero en lugar de inspeccionar las terrazas atestadas de turistas, mis ojos tendían a barrer el suelo. ¡Quién sabe! A lo mejor podía encontrar un billete caído, una moneda. O una  colilla. Vi algunas, pero estaban aplastadas o mojadas, o pasaba en ese momento gente y un resto de dignidad me impedía recogerlas. Cerca de media noche estaba en la Plaza de la Concordia, al pie del obelisco, cuya espigada figura no tenía para mí otro simbolismo que el de un gigantesco cigarro. Dudaba entre seguir mi ronda hacia los grandes boulevares o si regresar derrotado a mi hotelito de la rue De la Harpe. Me aventuré por la rue Royal y del Maxim’s vi salir a un caballero elegante que encendía un cigarrillo en la calzada y despachaba al portero en busca de un taxi. Sin vacilar me acerqué a él y en mi francés más correcto le dije: "¿Sería usted tan amable de invitarme un cigarrillo?". El caballero dio un paso atrás horrorizado, como si algún execrable monstruo nocturno irrumpiera en el orden de su existencia y pidiendo auxilio al portero me esquivó y desapareció en el taxi que llegaba. 
Un flujo de sangre me remontó a la cabeza, al punto que temí caerme desplomado. Como un sonámbulo volví sobre mis pasos, crucé la plaza, el puente, llegué a los malecones del Sena. Apoyado en la baranda miré las aguas oscuras del río y lloré copiosa, silenciosamente, de rabia, de vergüenza, como una mujer cualquiera.

Este incidente me marcó tan profundamente, que a raíz de él tomé una determinación irrevocable: no ponerme nunca más, pero nunca más, en esa situación de indigencia que me forzara a pedirle cigarrillos a un desconocido. Nunca más. En adelante debía ganar mi tabaco con el sudor de mi frente. Sabía que estaba viviendo un período de prueba y que vendrían mejores tiempos, pero por el momento me lancé como un lobo sobre la menor ocasión de trabajo que se me presentó, por duro o desdeñado que fuese y al día siguiente estaba haciendo cola ante la oficina de ramassage de vieux  jorneaux y me convertí en un recolector de papel de periódico. 
Fue el primer trabajo físico que realicé y uno de los más fatigosos, pero también uno de los más exaltantes, pues me permitió conocer no solo los pliegues más recónditos de París, sino aquellos más secretos de la naturaleza humana. A cada cual nos daban un triciclo y una calle y uno debía partir pedaleando hasta su calle e ir de edificio en edificio, de piso en piso y de puerta en puerta pidiendo periódicos viejos para los "pobres estudiantes", hasta llenar el triciclo y regresar a la oficina, con sol o con lluvia, por calles planas o calles empinadas. Conocí barrios lujosos y barrios populares, entré a palacetes y buhardillas, me tropecé con porteras hórridas que me expulsaron como a un mendigo, viejitas que a falta de periódicos me regalaron un franco, burgueses que me tiraron las puertas en las narices, solitarios que me retuvieron para que compartiera su triste pitanza, solteronas en celo que esbozaron gestos equívocos e iluminados que me propusieron fórmulas de salvación espiritual. 
Sea como fuese, en diez o más horas de trabajo lograba reunir el papel suficiente para pagar cotidianamente hotel, comida y cigarrillos. Fueron los más éticos que fumé, pues los conquisté echando el bofe, y también los más patéticos, ya que no había nada más peligroso que encender y fumar un pitillo cuando descendía una cuesta embalado con trescientos kilos de periódicos en el triciclo. 
Por desgracia, este trabajo duró solo unos meses. Quedé nuevamente al garete, pero fiel a mi propósito de no mendigar más un cigarrillo me los gané trabajando como conserje de un hotelucho, cargador de estación ferroviaria, repartidor de volantes, pegador de afiches y finalmente cocinero ocasional en casa de amigos y conocidos.