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martes, 24 de agosto de 2010

De retorno a tierra natal.


Para aprender ciertos caminos antes hay que perderse.

No recuerdo ahora mismo dónde y de quien es esa frase. Son muchas las lecturas acumuladas (tan solo una mínima fracción de las que me aguardan) y mi memoria bastante limitada. Es tan solo un fragmento de recuerdo que ha brotado de mi subconsciente justo en el momento apropiado. Ahora entiendo esa frase en un sentido aún mayor. No diré que en su sentido pleno, prefiero pensar que aún me guarda algún misterio.

Bien, primero los detalles obvios. He estado tres semanas en México. No diré que el tiempo suficiente como para conocer el país por completo, pero si para hacerme unas cuantas ideas sobre la realidad Mexica actual y contrastarlas con mi propia realidad. Precisamente en ese contraste, en ese comparar mi mundo occidental con el otro mundo Nuevo Mundo occidental, es cuando se me reflejan detalles sobre mi y mi entorno que nunca había notado al estar tan inmerso en él.

Hay pensamientos, sentimientos y sueños que me reservo. Algunos ya los iréis viendo, aún están recibiendo golpes en la forja de mi espíritu, otros seguramente no, se diluirán como intentos fallidos o como errores. No soy un iluminado, no soy tan tonto como para dar por hecho que todo lo que he sentido es cierto, puede haber simples sombras donde ahora veo formas más o menos bien perfiladas y delimitadas.

Hecho de menos Teotihuacán, o más bien lo que Teotihuacán me sugiere. Me recuerda la teoría de una vieja amiga. Ella (y yo la secundo) sostiene que todos debemos morir de vez en cuando en la vida, dejar de ser nosotros mismos para así poder seguir avanzando.

En la quietud de Puerto Escondido, con la única compañía de las poderosas olas del Pacífico, me di cuenta que la teoría está incompleta. No solo hay que matarse o dejarse morir de vez en cuando (yo sostengo que uno acaba consigo mismo para dejarse paso a la siguiente versión de si mismo) sino que también hay que acordarse de renacer como fénix cada vez que se fenece. Mientras paseaba por la playa, al borde del rebufo de la marea, advertí ese detalle capital. Si uno no se acuerda de insuflarse vida no se vive. Uno se convierte tan solo en un mero cadáver ambulante, anda, come, duerme, tal vez sueñe, por la mera inercia bioquímica de su propio cuerpo, pero no está vivo. Carga con su existencia de una manera reactiva, reaccionando de manera automática e irracional a los impulsos que recibe (a una minúscula parte de todo lo que recibe, lo justo para su subsistencia) en lugar de atacarle a la vida de manera proactiva, yendo dos jugadas por delante como en una buena partida de ajedrez (acabo de recordar que a alguien le debo una revancha). Te animo a que te detengas ahora un segundo después de este párrafo. Toma aire, lentamente, dejando que llene completamente tus pulmones, retenlo un par de segundos mientras miras a tu alrededor y luego expúlsalo con la misma lentitud. Repítelo cuantas veces quieras mientras examinas todo tu entorno inmediato.

¿Lo has notado? Son miles las sensaciones que llegan hasta nosotros continuamente, el aire que has respirado intensamente, el tacto de tu piel sobre el ratón del ordenador, cada uno de los elementos que te rodean y te envían un mensaje más o menos equívoco y abierto a tu interpretación, a tu ensayo y error. Estás físicamente vivo (espero, no me agradería tener lectores de ultratumba), pero a la vez puedes estar en este mundo tan solo por estar, porque te haya tocado estar o porque quieras estar, porque todo lo que te rodea ahora mismo está ahí porque tú has decidido que sea así.

Mientras estuve en lejanas tierras me sentí forzado en una situación así, todo estaba ahí porque lo había decidido. Yo había decidido aquel viaje, todos los elementos y situaciones me resultaban un tanto extrañas, no paraban de enviarme señales. Mientras sentía el viento de poniente, el regusto de la salitre en mis labios, las olas invadiendo la playa, me di cuenta de ello, de como la vida me golpeaba en pleno rostro para despertarme. El resto del tiempo (aquello fue cerca del ecuador de mi viaje) jugué con ello, a experimentar con las sensaciones y las situaciones en vez de dejarme llevar por ellas. Fue divertido, por ejemplo nadie adivinaba que yo era extranjero a menos que yo quisiera. Me dio aún más que pensar, sobre todo cuando usaba el juego de contrastes que tanto me gusta y miraba desde la distancia mi tierra natal. ¡Cuan distinta la sentía al otro del oceano, a nueve mil kilómetros de mis latidos! Siempre he sido un apatrida, un quejica de todo cuanto hay aquí, pero ahora veo y siento de otra manera, mi tierra natal si es ahora mi tierra natal, mi patria, mi hogar. Incluso reconozco que respondí con un orgulloso ¡Si! cuando, en el viaje a Teotihuacán, nos preguntaron en el autobus de donde eramos cada uno y me reconocieron como andaluz cuando dije Sevilla. Al volver nada es como lo había dejado, o sería mejor dicho que quien ha vuelto es otro Álex. Y me gusta que ya nada sea lo que era, que sean los mismos sentidos los que captan lo mismo pero interpretan y responden de otra manera. Me gusta esto de sentirme vivo, tanto como no me había sentido nunca.

Ya iré dando señales de vida periódicamente. Acabo de llegar y aún tengo mil papeles desperdigados, anotaciones durante el viaje a las que dar forma, mi agenda aún en julio con tareas que dejé pendiente y un trabajo de 8 a 15 que tampoco es lo que era. El lunes, el maldito lunes, tampoco lo ha sido.

Próximamente más... Todos los engranajes, especialmente los nuevos, han de seguir girando.

Ahora respira... y respóndete a ti mismo. ¿Te sientes vivo o tan solo eres un puñado de engranajes bioquímicos?
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