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martes, 11 de noviembre de 2008

Le sentaba bien la noche.

Esta vez no voy a añadir ningún poema al blog, sino un relato (con algún retoque) que me envió hace años un viejo amigo, y que al leerlo hoy me ha encantado redescubrir la capacidad narrativa de este hombre. Él es Antonio Velo, y su relato no tiene título, pues iba a ser uno de los capítulos de una novela que estaba preparando. A falta de título usaré la primera frase. Disfrutadlo:

LE SENTABA BIEN LA NOCHE
Le sentaba bien la noche, desprendía sensualidad, voluptuosa ella, epicúrea y entregada a los placeres de la carne. Sus labios, perfilados y húmedos se desvanecían en su comisura sin apenas contrastar con lo sonrojado de sus pómulos. Sus pechos intrigaban el camino perdido en el fondo de su escote, se mostraban apetitosos, se antojaba apretarlos y comprobar su elasticidad, su firmeza y tonicidad. Sus pies, sensuales por naturaleza, finos y estilizados, de puente que poco o nada envidiaba a las más bellas pasarelas del barroco. Sus manos, de dedos exquisitos y delicados, capaces de hacerte tocar las barbas del Creador. Su línea, periplo de lo permitido en su cintura a lo prohibido en sus caders. Su contoneo, ¡Dios, que contoneo...!

Sus padres no estaban. No hubiera sido lo bastante convincente para decirle a la cara que mis intenciones con su hija eran las mejores, que no iba a lo que todos, que era legal. Tras el interrogatorio me hubieran dado una calificación moral, aceptable o no para su princesita. Y aunque se saltó el protócolo dejándome entrar sin el consentimiento del cabeza de familia y me invitó a sentarme en el salón, sólo, con el ciervo del tapiz y atiborrado de fotos familiares, tardó en bajar los quince minutos que marca la tradición. El pelo alborotado descansaba sobre sus hombros, se había quitado las gafas y sus ojos incoloros y grises conjugaban con el placer de su prohibición. A duras penas bajó las escaleras sin caerse, sirviéndose del pasamanos y cruzando sinuosamente sus piernas de pies descalzos.

Se acercó lentamente, echó los brazós atrás y poniéndose de puntillas estiró su cuello y su escaso metro sesenta todo lo que pudo, y aún sin ser exactamente un beso, nuestros labios, hambrientos los míos y carnosos los suyos, se conocieron.

Acto seguido me cogió la mano y me llevó al comedor. Por lo visto tenía preparada una velada romántica. La decoración regalaba sugerentes y agradecidos tonos pasteles. Preparó la mesa con un mantel color salmón, sencillo y sugerente. En el centro dos rosas amarillas y dos velas rojas, cómplices de nuestras intimidades, subsanarían la poca luz de la situación. Dos copas y una botella como guinda al pastel que había preparado, y como dato curioso, olvidó poner los cubiertos. El sofá, a lo lejos, la vio crecer, la conoció de niña y la vio convertirse en mujer, melancólico y resignado nos esperaba con una cubitera de hielo una botella de Gran Bouquet. Cenamos bastante bien. De primero había preparado dados de pulpa de aguacate con salmón, cortado en muy finas tiras, colocadas sobre hojas de lechuga y aliñadas con salsa rosa y un toque de pimienta negra, con gambas sobre la base y ostras sazonadas con más pimienta y un poco de zumo de limón, las rodajas de tomate daban colorido. De segundo, ternera con crema de cebolla, ajo, limón, gengibre y lecho de coco, acompañadas por espinacas con cacahuetes molidos, azúcar, salsa de soja y yogur aderazado con guindillas. De postre infusión de menta con canela y poco hielo, había que guardar para después. Acabamos de cenar, nos sentamos y descorchamos el Gran Bouquet. Nos habíamos bebido una botella cenando, y aunque ya pasados de vueltas, nos íbamos a poner el mundo por montera. Sirvió el vino con tranquilidad y acercó la cubitera...

Dejó su copa en la mesita frente al sofá, y desabrochando los botones de mi camisa, sin prisa pero sin pausa, me la quitó y tiró atrás de aquella manera. Metió las manos en mis vaqueros, tiró hacia ella y desabrochó los botones de la bragueta. Incrédulo, siempre soñé con alguien que llevara la iniciativa, que se preocupara más por mí que por ella, que hiciera el trabajo sucio. Y ahí estaba, sumisa, regalada, sin preocupaciones. Y yo, boca, arriba, con las manos en la nuca. Me rodeó con sus bracitos y tiró como una fiera de los pantalones, y aún costándole porque en aquella época los llevaba ajustados, me los quitó con zapatos y todo. Se echó hacia atrás, y zigzagueando su vestido de algodón con delnates negros, lo dejó caer sobre sus pies descalzos, levantó uno y echó a un lado el vestido con el otro. Me empujó sobre el sofá con un hielo en la boca, se acercó y me besó sintiendo el frío de sus labios. Jugamos hasta que se deshizo, esmerándonos el uno en el otro, contrayendo y dilatando nuestras más íntimas fantasías, dando alas a una creatividad que nunca desarrollamos por pudor. Acarició mi oreja con su lengua helada y recreándose recorrió desde mi nuca hasta el hueco de la clavícula, pasando por el cuello, por mis hombros... acabando en mis pezones. Creía que los hombres teníamos una sola zona erógena, pero ella me descubrió los entresijos de mi cuerpo. Me dio la vuelta, era la jefa. Cogió otro hielo y recorrió mi espalda haciéndome sentir algo más que placer. Era un animal de cama, lo sabía, y ella a su vez me miraba, sabía lo que sabía, se reía. Los pliegues del sofa, acostumbrados a fantasías eróticas y noches solitarias frente al televisor, no dejaban marcas en sus muslos. Volteándome de nuevo y aún con el hielo entre sus labios, pasó cerca de mi entrepierna, se paró en la ingle y se montó sobre mí, escupiéndolo y mordiendo mis pezones...

A la mañana siguiente desperé inconscientemente agarrado a sus pechos. Ella a mi lado, su rostro dibujando una sonrisa fruto de algún sueño placentero y murmurando a regañadientes. Me levanté sin hacer ruido, intentando no despertarla y, dándole un beso en la mejilla, me puse los pantalones y salí al patio a fumarme un cigarro. El día amaneció alegre, el Lorenzo estaba saliendo y en poco, la fresca sucedería su turno al calorcito. Ese mismo día y esa misma noche tendría mi cita con Isabel, la que esperé durante años y apenas recordaba. Pensaba si acudir o no, y era curioso porque tuve que pasar con Cristina una noche como la de entonces para darme cuenta de que poco a nada tenía que envidiarle a Isabel. A la vez, afloraba mi lado egoísta, se hacía notar y me preguntaba porqué no, porqué conformarse con las migajas y las sobras cuando podía quedarme con el pastel, con lo que fue motivo de mi existencia durante años. Quizás por miedo a perder una forma de vida y una motivación para seguir, quizás por no cumplir las expectativas depositidas en ella, quizás por acojonamiento, pero no quería que ella se enterara de mi cita. Podía estar fingiendo, podía no haberse regalado tan repentinamente a los placeres de la carne y sentir por mi algo más que lo sexual. Las palabras viperinas se volvieron en mi contra, me envenenaron de algo que nunca creía haber sentido por ella, algo que se tornaba preocupante y que tenía miedo de pronunciar. No quería se enfadara, que pensara que solo buscaba el virtuosismo que desprendía en la cama, que era un segundo plato por el rechazo de Isabel. Y ahora que precisamente no lo hacía, me sentaba mal, como si tropezara cada dos por tres con mis propios cordones. ¿Signficaba eso que se regaló a lo bacanal, que no había amor? La verdad, ni yo mismo sabía lo que quería.

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